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Los españoles seguimos comprando souvenirs cuando viajamos

A pesar del paso del tiempo y de los cambios en nuestros hábitos de consumo, los españoles seguimos comprando souvenirs cuando viajamos. Es casi un gesto automático: entramos en una tienda, miramos los imanes, las postales, las tazas con el nombre del lugar, los llaveros con monumentos en miniatura, y acabamos llevándonos algo. No siempre lo hacemos por necesidad, ni siquiera por gusto estético, sino porque ese pequeño objeto se convierte en una forma de conservar el viaje, de volver a él cuando la rutina nos arrastra de nuevo a casa. Comprar souvenirs, por sencillo que parezca, es una costumbre profundamente arraigada en nuestra manera de viajar, una mezcla de nostalgia, tradición y deseo de compartir.

Durante décadas, los recuerdos de viaje han ocupado un lugar especial en la cultura turística española. En los años sesenta y setenta, cuando comenzaron los primeros viajes masivos al extranjero, era casi un ritual regresar con un recuerdo para la familia: una muñeca flamenca de plástico para los amigos extranjeros, una botella de vino o una figurita de toro para los padres, una camiseta con el nombre de la ciudad para los hermanos. Hoy en día, aunque el turismo se ha vuelto mucho más diverso y digital, la costumbre sigue viva. Las tiendas de recuerdos florecen en cada destino, desde las calles de Roma o Lisboa hasta los pueblos más pequeños de la costa andaluza o del norte peninsular. Y los turistas españoles, incluso los más jóvenes, siguen entrando en ellas, aunque sea solo “para mirar”.

El souvenir cumple una función emocional y es que nos conecta con el viaje, con ese momento en que todo era nuevo y distinto. Guardar una taza de París o una figura de Gaudí es una forma de mantener vivo el recuerdo de un paseo, de una conversación o de una sensación. En cierto modo, el objeto materializa una emoción: la alegría de descubrir, la calma de desconectar, la ilusión de compartir una experiencia. Muchos viajeros aseguran que no compran recuerdos por ellos mismos, sino por los demás. Quieren llevar algo a quienes se han quedado en casa, como una manera de decir “me acordé de ti”. En ese gesto hay afecto, pero también una parte de tradición: la idea de que un viaje se completa solo cuando se comparte.

Sin embargo, también ha cambiado el tipo de recuerdo que compramos. Frente a los souvenirs producidos en masa, muchos viajeros buscan ahora objetos más auténticos, elaborados por artesanos locales o representativos de la cultura del lugar. Un trozo de cerámica, un producto gastronómico, una pieza de tela o una pequeña obra artística pueden sustituir a los clásicos imanes o camisetas. En esta búsqueda se refleja una mayor conciencia del valor cultural y económico de lo local, un deseo de apoyar al pequeño comercio y de llevarse algo que tenga un significado más profundo que el simple “he estado aquí”. Aun así, los vendedores de Art Español nos cuentan que los souvenirs más tradicionales siguen ocupando su lugar y los imanes que nos recuerdan el nombre de una ciudad, los religiosos o las fotos de recuerdo imantadas continúan llenando las neveras de muchas casas, al igual que las postales siguen llegando a algunos buzones, y las figuritas siguen acumulando polvo en las estanterías, recordándonos que, en el fondo, seguimos siendo los mismos viajeros sentimentales de siempre.

En la era de los móviles y las redes sociales, podría parecer que los recuerdos físicos han perdido sentido. Después de todo, hacemos miles de fotos, grabamos vídeos, subimos historias a Instagram y TikTok, y almacenamos cada instante en la nube. Pero lo digital no sustituye a lo tangible. La sensación de sostener un objeto traído de lejos, de mirarlo años después y recordar un viaje, sigue teniendo un poder especial. Es algo que no puede replicar una pantalla. Tal vez por eso los españoles seguimos comprando souvenirs: porque necesitamos anclar los recuerdos a algo real, algo que podamos tocar.

¿Cuáles son los souvenirs más vendidos en el mundo?

En todo el mundo, los souvenirs siguen siendo una parte esencial de la experiencia de viajar. No importa cuán globalizado sea el turismo ni cuántas fotografías guardemos en el móvil, la mayoría de los viajeros continúa buscando algo tangible que les recuerde los lugares visitados. Entre todos los recuerdos posibles, algunos se han convertido en verdaderos clásicos universales. El llavero de la Torre Eiffel, por ejemplo, es probablemente el souvenir más vendido del planeta. Su éxito se explica fácilmente: es pequeño, barato, ligero y reconocible. Representa París de una manera inmediata y simbólica. Millones de turistas lo compran cada año, no solo para sí mismos, sino también para regalar a amigos o familiares. En un solo objeto se concentra la emoción de haber estado en uno de los destinos más icónicos del mundo.

La lógica que convierte a este llavero en un éxito se repite en casi todos los países. Cada cultura tiene su propio símbolo reproducido en miniatura, fácil de transportar y cargado de significado. En Italia, por ejemplo, el cristal de Murano ocupa ese lugar especial. Sus colores brillantes y la tradición artesanal que lo respalda lo convierten en un recuerdo elegante y con valor cultural. Muchos turistas buscan en Venecia una pequeña pieza de vidrio soplado como prueba de su paso por la ciudad, algo que no solo recuerda el viaje, sino también la destreza de los artesanos italianos. En Polonia sucede algo similar con la joyería de ámbar, un producto local que combina belleza, historia y autenticidad. Estos ejemplos muestran cómo el souvenir puede ser mucho más que un simple objeto decorativo: puede condensar la identidad de un país.

En España, los souvenirs tradicionales siguen teniendo una enorme presencia y los pequeños vestidos de flamenca, las figuras de toreros o las botellas decoradas con mosaicos de inspiración gaudiniana continúan vendiéndose a diario en las zonas turísticas.

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